Esta Semana Santa, una atea como
yo (aunque siempre respetando la religión
católica y sus costumbres), con tanta procesión, con tantas películas basadas
en historias acerca de su historia y con tantísimos nombres de vírgenes de por
medio, he reflexionado mucho.
Pero una, que está un poco más
“pa allá” que “pa acá”, paseó sus pensamientos por rincones que poco tienen que
ver con el párrafo anterior, (salvo la connotación de pecado que a ese aspecto
se refiere).
El caso es que terminé pensando
en mi primera vez con “lover” (mi ex) y su consecuente pérdida de virginidad…
Llevábamos un tiempo hablando vía
Internet y sms. Un sábado decidimos quedar en mi pueblo para conocernos. Reconozco
que no estaba nerviosa en absoluto. Ella sí. Quedamos en un lugar público del
pueblo, ella llegó con su coche, yo la esperaba con el mío. Como primer
contacto dos besos y un “¿qué tal?”. Dejamos su coche bien aparcado en lugar
seguro y nos movimos con el mío. La invité a cenar en un restaurante (por
cierto poco acertado), paseamos por el paseo marítimo, tomamos una copa y
decidimos poner fin a la cita. ¡Pero claro! Para eso tuve que acercarla de
nuevo en mi coche a por el suyo. Aparqué justo detrás de él, y lo que esperaba
ser una despedida rápida, terminó siendo un rato de cuatro horas de madrugada
sentadas en el interior de mi coche, con Kiss Fm de fondo (aún no entiendo cómo
la batería de mi coche aguantó), y charlando. Al final y casi ya amanecido nos
despedimos (con otros dos besos). La verdad es que mi sensación era rara. No había estado bien, pero
tampoco había estado mal. No sé, era como un “ni fú ni fá”.
Durante el resto de días, siguió
el contacto vía sms, ahora un tanto más “picantotes” por su parte, y bueno, al
final me convenció para quedar el viernes siguiente.
Acudí en cercanías a su pueblo. Allí
estaba ella esperándome. Acudimos a un italiano a por una pizza. Me metió en su
casa, cenamos, charlamos, escuchamos a la gran Madonna de fondo, y después…
¡Sorpresa! Me llevó a un concierto de Mónica Naranjo. Durante la actuación, me
ponía caritas y me empezó a hacer gracia. Sí, fue ahí cuando se empezó a
despertar algo dentro de mí. Tras el concierto (y sabiendo que ella tenía que
“devolverme” a mi pueblo en su coche (estábamos la una de la otra a unos 20 minutos de distancia) ya que no habían trenes), teníamos dos
opciones: llevarme ya a casa, o antes subir un rato a la suya. Optamos por la
segunda de ellas. Así que así lo hicimos. Lo que no sabía es que me esperaba
una “encerrona”. Imaginaos la situación: yo sentada en el sofá, ella en un
sillón frente a mí, cerca pero lejos, en silencio, retándome con su mirada y su
sonrisa. Yo (que no soy de hierro), sentí que era el momento de besarla. Me
levanté y suavemente junté sus labios con los míos provocando el beso más
tierno del mundo. Mientras separaba mi cara de la suya y mis labios de sus
labios, ella se avalanzó sobre mí tirándome en el sofá y devolviéndome un beso
mucho más pasional, en el que a la ternura se le juntó el máximo deseo. Presa
de ella, intentó acariciarme pero yo paré aquello. Nos separamos y nos quedamos
cada una en una parte del sofá. Yo sólo pude decir: “lo siento, no puedo”. Y
ella no podía parar de repetir: “no puede ser, no me hagas esto”…
El caso es que yo que por aquél
entonces vivía con mis padres, así que SÍ o SÍ tenía que llegar a casa. Cerca
de las 7 de la mañana, me acercaba de su pueblo a mi pueblo. La pobre con un
calentón del 15 y con 3 horas por delante para intentar dormir ya que al día
siguiente, a pesar de ser sábado le tocaba trabajar en el periódico.
Cuando me metí en mi cama supe lo
que me pasaba. Yo, con mis 28 años, tenía miedo de hacer daño a una chica de
33. Y lo tenía porque ella jamás había estado con una chica, porque había
tenido mil y una dudas sobre su orientación sexual, porque precisamente eso se
lo había hecho pasar fatal. Me gustaba, me gustaba cada vez más sí. Pero tenía
miedo, mucho miedo. Aquella noche/mañana apenas dormí.
Pero finalmente decidí dejar ese
miedo fuera. Ella quería estar conmigo y yo quería estar con ella. No había
más. Así que al día siguiente, el sábado por la tarde, preparé mi mochila con un poco de ropa y me
fui a su casa decidida a pasar el fin de semana.
Y fue la mejor elección que pude
hacer. Porque aquél sábado, además de besarnos de múltiples formas, de
acariciar cada uno de nuestros recovecos, hicimos el amor, y no una, sino varias
veces. Y gozamos como nunca. Los gemidos marcaban el compás de nuestros cuerpos
unidos, y los suspiros eran la brisa del placer mútuo. Y ahí fue cuando dejó de ser
virgen y se convirtió en pecadora, incluso creo que yo a pesar de haber
mantenido relaciones anteriormente con otras chicas, ese día yo también perdí
mi virginidad, porque con las otras como mucho lo hice por cariño, pero aquél
día, aquél día lo hice con amor de verdad.
Jamás olvidaré su cara de gozo, de enamorada, de feliz, de LIBERTAD. Y tampoco aquél sms masivo que envió a sus amigas diciéndoles: "definitivamente soy lesbiana".
Como veis no fue fácil, pero mereció
la pena por ambas partes. De ahí nació una relación sanísima de casi dos años
donde todo iba fenomenal (inclusive el sexo), que jamás decayó.
Espero que vuestra Semana Santa
haya sido algo más realista que la mía, que al parecer como el viernes comí
carne El Señor decidió castigarme quitándome por unos días lo poco que tenía de
cordura :p
¡Feliz semana!